Instrucción
Hola que tal a todos mis
hermanos y amigos, que Dios nuestro Padre les bendiga en abundancia. Les cuento
que las experiencias siguen llegando a mi vida misionero. Reconozco que Dios va
actuando en mi vida y en la comunidad de San Salvador, que los hermanos de
formación siguen despertando el espíritu de juventud, que han dicho sí a la
llamada de Jesucristo y que están dispuesto arriesgar su vida por el Señor
resucitado, ya que él es quien ha transformados sus corazones y de todos
aquellos que son sus discípulos y misionero.
Es por esto, que quiero
compartir con usted esta reflexión que es parte de mi experiencia que voy
teniendo en esta estancia de San Salvador. Se titula así:
"Mirar con los ojos del corazón"
La mirada es algo propio del ser humano. Porque
mediante ella, contempla la belleza de la creación de su Creador. Una mirada
minuciosa es fuente de un profundo conocimiento. Porque Dios concedió al ser
humano el sentido de la vista, que le permite captar los colores, los objetos y
todo lo que está delante de sí mismo, son percibidos por la vista. Aunque la
vista solo capta las imágenes y las guarda en la memoria; ella no pronuncia
ninguna afirmación. Es la inteligencia la que reflexiona, la que hace el
discernimiento y emite un juicio.
Por tanto, mirar es contemplar, es reflexionar, es
entrar en las profundidades de las cosas, es decir, no quedarse en lo
superficial sino que hace una introspección de sí mismo y de todo lo que lo
rodea. Bien dijo Jesús, que “los ojos son
las ventanas del corazón” (cfr. Mt 6,22-23). Una mirada sana es
reconfortante para los demás. Una mirada sin malicia es una mirada de paz, de
ternura, de aprecio, de confianza. Porque el ser humano, en Cristo “mira todas las cosas” (san Agustín). Porque
mirar al prójimo es comprenderlo, es ayudarlo, siendo solidario con él; mirarse
a sí mismo, es aceptarse, es amarse y valorarse de acuerdo a lo que uno es. Así
como Dios nos creó, ya que somos imagen y semejanza de él.
En efecto, mediante una mirada nos damos a conocer ante
los demás, si estamos alegres, nuestra mirada es incandescente, si estamos pasando
por una dificultad andamos cabizbajos, como le pasó a Caín, que mató a su
hermano; entonces Dios le dijo: “si obras
bien podrás levantar tu vista” (Gén 4,6). Obrar bien es realizar la
voluntad de nuestro Creador, es respetar la dignidad de los demás, es darse
cuenta que el otro es mi hermano.
El que ha contemplado a Cristo, ha contemplado su
salvación. Y no tiene un rostro de tristeza sino agradable, como nos dice el
salmista: “mírenlo a él y no tendrá cara
de frustrados” (Sal 34,6). Mirar al Señor, es tener confianza en él. Debido
que es él nuestra seguridad, nuestro apoyo en este mundo. El que cree en
Jesucristo no queda confundido ni abandonado.
Dentro del corazón del hombre fluyen todos sus
sentimientos, todo su amor hacia sí mismo, hacia el prójimo y hacia la creación
de Dios. Porque mirar con los ojos del corazón, consiste en una mirada
profunda, honesta y transparente. Esto significa amar con la misma intensidad
de Cristo, es perdonar como él perdonó a sus mismos agresores, es reflejar en
nuestro rostro la sonrisa de un Cristo resucitado. Ser cristianos de esperanza.
Que no debemos juzgar por las apariencias, ni a la ligera, o, a la buena de Dios,
sino según el designio de nuestro Creador, que suscita en el corazón del hombre
un buen discernimiento: “Porque Dios no
ve las cosas como los hombres: el hombre se fija en las apariencias pero Dios
mira el corazón” (1Sam16, 7b). La mirada de Dios va más allá de las
perspectivas humanas, porque él conoce nuestro corazón y sólo él puede
transformarlo: “Yo, el Señor penetro el
corazón, examino las entrañas, para pagar al hombre su conducta, lo que merecen
sus obras” (Jer 17,10).
Los secretos de nuestros corazones, sólo Dios los
conoce. Quizás alguien podrá decir, que él se conoce. Mas no se da cuente que
es un conocimiento superficial, solo conoce su yo exterior. No conoce el yo
interior, porque muchas veces tiene miedo escalar en las profundidades de su
mundo interior. El encuentro consigo mismo le espanta. Muchas veces, es fácil
relacionarse con los demás, conocer a los otros, pero qué difícil es conocerse
uno mismo y poder encender una luz en su interior y así descubrir los secretos
de su corazón.
Cada ser humano es un mundo inexplorable, que está en
vía de ser conocido: “Por tanto no nos
acobardemos: si nuestro exterior se va deshaciendo, nuestro interior se va
renovando día a día” (1Cor4, 16). Por eso, nadie se esconde de la mirada de
Dios. Él sabe bien, quién somos y qué hacemos, y cuáles son aquellas cosas que aquejan
nuestra vida y no nos dejan avanzar. Una cosa es cierta: que hay que renovarse día
con día, en otras palabras, el cristiano tiene que actualizarse para no ser
cristiano caduco.
Es un hecho, que mirar con los ojos del corazón,
consiste en ser un hombre espiritual, que busca las cosas de Dios, que se
deleita en ellas como nos dice el salmista: “los
mandatos del Señor son rectos: alegran el corazón; la instrucción del Señor es
clara: da luz a los ojos” (Sal 19,9). De esta manera el ser humano se
adhiere más al Señor, que lo invita a realizar obras grandiosas. Y no se entretiene
en las cosas de este mundo, porque bien sabe, que son pasajeras. Su único
anhelo es construir el reino de Dios en su vida y en la vida de todos los seres
humanos: “que el adorno de ustedes no
consiste en cosas externas: peinados rebuscados, joyas de oros, trajes
elegantes; sino en lo íntimo y oculto: en la modestia y serenidad de un
espíritu incorruptible. Eso es lo que tiene valor a los ojos de Dios” (1Pe3,
3-4). Lo que tiene valor para Dios es la persona íntegra, que lleve una vida
digna, que ame a los demás y respete su dignidad, porque son hijos de nuestro
Padre Dios.
Por consiguiente, el que mira con los ojos del corazón,
es una persona, que dobla las rodillas para adorar a su Creador, ya que él es
su Padre, que siempre lo acompaña en su vida. Que lo corona de amor y de
ternura. Para él su única gloria, su única fortaleza, su única riqueza es Dios,
que lo conduce mediante su Espíritu Santo. Es alguien que rebosa de la gracia
de Cristo; porque Cristo habita en su corazón, por el don de la fe que ha recibido
y es la respuesta que da al llamado de Dios. El motor primordial que lo impulsa
a entregar su vida es el amor, que lo consagra, que lo consolida y da sentido a
su existencia (cfr. Ef3, 14-18).
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